CONCLUSIÓN
40. Contemplemos
finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad.
Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y
después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del
testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto
con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido
de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: «
Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos
mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40). Pero
¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la
Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con
san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el
prójimo. Al confrontarse « cara a cara » con ese Dios que es Amor, el monje
percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al
prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de
acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican
también las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación
cristiana destinadas especialmente a los más pobres de las que se han hecho
cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos
Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de toda la historia de
la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan
de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B.
Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —por citar sólo algunos
nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos los
hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz en
la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor.
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