25. Llegados a
este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos datos esenciales:
25a) La naturaleza íntima de
la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria),
celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia).
Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para
la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que
también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es
manifestación irrenunciable de su propia esencia.
25b) La Iglesia es la familia
de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de
lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los
confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el
criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige
hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31),
quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor,
también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la
Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en
necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a
los Gálatas: « Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero
especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6, 10).
Justicia y
caridad
26. Desde el
siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la
Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento
marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia.
Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para que los ricos
eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su
propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos. En vez de
contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes,
haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los
bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe
reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes
errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la
justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno,
respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso
es lo que ha subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la
doctrina social de la Iglesia. La cuestión del orden justo de la colectividad,
desde un punto de vista histórico, ha entrado en una nueva fase con la
formación de la sociedad industrial en el siglo XIX. El surgir de la industria
moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la masa de los
asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de la sociedad,
en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha convertido en la
cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos, era desconocida hasta
entonces. Desde ese momento, los medios de producción y el capital eran el
nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para las masas obreras
una privación de derechos contra la cual había que rebelarse.
27. Se debe
admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el
problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo.
No faltaron pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler de
Maguncia († 1877). Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron
también círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas
Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la
pobreza, las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo.
En 1891, se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum
novarum de León XIII. Siguió con la Encíclica de Pío XI Quadragesimo
anno, en 1931. En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica
Mater
et Magistra, mientras que Pablo VI, en la Encíclica Populorum
progressio (1967) y en la Carta apostólica Octogesima
adveniens (1971), afrontó con insistencia la problemática social que,
entre tanto, se había agudizado sobre todo en Latinoamérica. Mi gran predecesor
Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de Encíclicas sociales: Laborem exercens
(1981), Sollicitudo
rei socialis (1987) y Centesimus annus
(1991). Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada vez, se ha
ido desarrollando una doctrina social católica, que en 2004 ha sido presentada
de modo orgánico en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado
por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax. El marxismo había presentado
la revolución mundial y su preparación como la panacea para los problemas
sociales: mediante la revolución y la consiguiente colectivización de los
medios de producción —se afirmaba en dicha doctrina— todo iría repentinamente
de modo diferente y mejor. Este sueño se ha desvanecido. En la difícil
situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de
la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una
indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus
confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar
en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo.
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