28. Para definir
con más precisión la relación entre el compromiso necesario por la justicia y
el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho:
28a)1. El orden justo de la
sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no
se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo
una vez Agustín: « Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna
latrocinia? ». Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la
distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22,
21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el
reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede
imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los
seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la
fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria
basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero
siempre en relación recíproca.
28a)2. La justicia es el objeto y, por
tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que
una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su
meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así,
pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo
realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más
radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón
práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de
purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia
del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede
descartar totalmente.
28a)3. En este punto, política y fe se
encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el
Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del
ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora
para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su
ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón
desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio.
En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la
Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten
la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente
contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo
que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en
práctica.
28a)4. La doctrina social de la Iglesia
argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es
conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la
Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir
a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la
percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la
disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en
contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa que la
construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada
uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo
cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un
cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea
humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación
de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las
exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.
28a)5. La Iglesia no puede ni debe
emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más
justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe
quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a
través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales,
sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede
afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino
de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia
esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.
28b) El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano.
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