Amor a Dios y
amor al prójimo
16. Después de
haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica,
queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible
amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En
estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del
amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no
se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no,
pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la
primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a
su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo
alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en
todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a
Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación
entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente
entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el
hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de
interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para
encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios.
17a. En efecto,
nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del
todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos
ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor
de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9).
Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9).
De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos
narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando
hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las
apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la
acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor
tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene
a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante
su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de
la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes,
experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo,
aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado
primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder
también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar
en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este
« antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.
17b. En el
desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es
solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una
maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio
hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros
llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido
de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las
potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su
integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios
puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra
voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una
vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un
proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y
completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por
ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo
y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico
contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y
desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente
en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del
sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada
vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos
me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado
que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el
abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
18. De este modo
se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia,
por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la
persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo
a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en
comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a
mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la
perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia
exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención,
que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de
ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de
Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle
la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible
interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta
insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente
el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin
conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida
omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir
con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será
únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad
para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante
Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a
lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de
Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre
renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este
encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los
demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único
mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado
primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone
lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que
por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor
crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios
nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que
supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final
Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).
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