Jesucristo,
el amor de Dios encarnado
12. Aunque hasta
ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha dejado
entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única Escritura
de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste
en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los
conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad
bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación
imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios
adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va
tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús
habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer
que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo
abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su
propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra
sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor
en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo,
del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de
partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí,
en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe
definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la
orientación de su vivir y de su amar.
13. Jesús ha
perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía
durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y
resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su
cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo
antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre
—aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna,
ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor.
La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente
de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la
dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace
realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios,
se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su
cuerpo y su sangre. La « mística » del Sacramento, que se basa en el
abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que
lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría
alcanzar.
14. Pero ahora
se ha de prestar atención a otro aspecto: la « mística » del Sacramento tiene
un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor
como todos los demás que comulgan: « El pan es uno, y así nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan »,
dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo
unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo
para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o
lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto,
también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos « un cuerpo »,
aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están
realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende,
pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la
Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir
actuando en nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento
cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús
sobre el amor. El paso desde la Ley y los Profetas al doble mandamiento del
amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la
existencia de fe, no es simplemente moral, que podría darse autónomamente,
paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en el Sacramento: fe,
culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que
se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la
contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el « culto
» mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el
amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor
es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más
detalladamente aún—, el « mandamiento » del amor es posible sólo porque no es
una mera exigencia: el amor puede ser « mandado » porque antes es dado.
15. Las grandes
parábolas de Jesús han de entenderse también a partir de este principio. El
rico epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar de los condenados
que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado
frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así, acoge este grito de
ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al
recto camino. La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos
lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de «
prójimo » hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los
extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la
comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi
prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se
universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se
extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud
genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi
compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de
interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la
vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la
gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se
convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración
positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los
hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados.
« Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo
hicisteis » (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre
sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.
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