41. Entre los Santos,
sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de
Lucas la muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con
la cual permaneció « unos tres meses » (1, 56) para atenderla durante el
embarazo. « Magnificat anima mea Dominum », dice con ocasión de esta
visita —« proclama mi alma la grandeza del Señor »— (Lc 1, 46), y con
ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro,
sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el
servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande
precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es
humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe
que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo
poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de
esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de
Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas
promesas. Es una mujer de fe: « ¡Dichosa tú, que has creído! », le dice Isabel
(Lc 1, 45). El Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo
así— está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura,
de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es
verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad.
Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en
palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de
manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento
de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada
por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada.
María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como
creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la
voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus
gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo
vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que
se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad
con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús,
sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de
la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora
de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan
huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde,
en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en
espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
No hay comentarios:
Publicar un comentario