La novedad de
la fe bíblica
9a. Ante todo,
está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de la
Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y
es contradictoria en sí misma. En el camino de la fe bíblica, por el contrario,
resulta cada vez más claro y unívoco lo que se resume en las palabras de la
oración fundamental de Israel, la Shema: « Escucha, Israel:
El Señor, nuestro Dios, es solamente uno » (Dt 6, 4). Existe un solo
Dios, que es el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el
Dios de todos los hombres. En esta puntualización hay dos elementos singulares:
que realmente todos los otros dioses no son Dios y que toda la realidad en la
que vivimos se remite a Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una
creación existe también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente
claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero,
Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su
Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente
porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y así se pone de
manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. La potencia
divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de
llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por
parte de todo ser —como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo—, pero
ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que
cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de
predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con
el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y
este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante,
es también totalmente agapé.
9b. Los profetas
Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito esta pasión de Dios por su pueblo
con imágenes eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es ilustrada con
la metáfora del noviazgo y del matrimonio; por consiguiente, la idolatría es
adulterio y prostitución. Con eso se alude concretamente —como hemos visto— a
los ritos de la fertilidad con su abuso del eros, pero al mismo tiempo
se describe la relación de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia de
amor de Dios con Israel consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah,
es decir, abre los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le
indica el camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el
hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como
quien es amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la
alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial: « ¿No te tengo a ti
en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es
estar junto a Dios » (Sal 73 [72], 25. 28).
10a. El eros de
Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo
porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también
porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión
del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la
gratuidad. Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería
juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y
no hombre: « ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me
revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi
cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en
medio de ti » (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo,
por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a
Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya
en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que,
haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo,
reconcilia la justicia y el amor.
10b. El aspecto
filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión de la
Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente
metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero
este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón
primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor.
Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que
se funde con el agapé. Por eso podemos comprender que la recepción del
Cantar de los Cantares en el canon de la Sagrada Escritura se haya
justificado muy pronto, porque el sentido de sus cantos de amor describen en el
fondo la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De este modo,
tanto en la literatura cristiana como en la judía, el Cantar de los Cantares
se ha convertido en una fuente de conocimiento y de experiencia mística, en
la cual se expresa la esencia de la fe bíblica: se da ciertamente una
unificación del hombre con Dios —sueño originario del hombre—, pero esta
unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del
Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios y el hombre— siguen
siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa: « El que se
une al Señor, es un espíritu con él », dice san Pablo (1 Co 6, 17).
11a. La primera
novedad de la fe bíblica, como hemos visto, consiste en la imagen de Dios; la
segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del
hombre. La narración bíblica de la creación habla de la soledad del primer
hombre, Adán, al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras
criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado
nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así
a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la
mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de
mis huesos y carne de mi carne! » (Gn 2, 23). En el trasfondo de esta
narración se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por
ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era
originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente.
Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que
ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su
integridad. En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la
idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino
para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir,
la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «
completo ». Así, pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán:
« Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne » (Gn 2, 24).
11b. En esta
profecía hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la
naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y « abandona a su padre y a
su madre » para unirse a su mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la
humanidad completa, se convierten en « una sola carne ». No menor importancia
reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros
orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único
y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del
Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un
amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con
su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del
amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta
la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de
ella.
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