6a. ¿Cómo hemos
de describir concretamente este camino de elevación y purificación? ¿Cómo se
debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina?
Una primera indicación importante podemos encontrarla en uno de los libros del
Antiguo Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares.
Según la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro
son originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial
israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es
muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes
para indicar el « amor ». Primero, la palabra « dodim », un plural que
expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta
palabra es reemplazada después por el término « ahabá », que la
traducción griega del Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética
similar, « agapé », el cual, como hemos visto, se convirtió en la
expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al
amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del
amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro,
superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior.
Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a
sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el
bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más
aún, lo busca.
6b. El
desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva
el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica
exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del « para siempre ». El amor
engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el
tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo
definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis »,
pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como
un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y,
precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia
el descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y
el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una
sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf.
Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con
estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo
lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y
muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio
personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de
la existencia humana en general.
7a. Nuestras
reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente bastante filosóficas, nos
han llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha
planteado la cuestión de si, bajo los significados de la palabra amor,
diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o, por el
contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre todo,
ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han transmitido
la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la común
experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella. A este propósito, nos
hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término
para el amor « mundano » y agapé como denominación del amor fundado en
la fe y plasmado por ella. Con frecuencia, ambas se contraponen, una como amor
« ascendente », y como amor « descendente » la otra. Hay otras clasificaciones
afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor
concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade
también el amor que tiende al propio provecho.
7b. A menudo, en
el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta
el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor
descendente, oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana,
por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor
ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al
extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de
las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un
mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero
netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y
agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse
completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa
unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera
esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo
vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al
aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí
misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se
entregará y deseará « ser para » el otro. Así, el momento del agapé se
inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también
su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir
exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y
siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo
como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en
fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante,
para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la
primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota
el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
7c. En la
narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias
maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros
que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido. En este texto
bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada
en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual
subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51).
Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de
esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar
anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible
captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas
suyas: « per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferat ».
En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta
el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por
eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12,
2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale
del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él,
estar a disposición de su pueblo. « Dentro [del tabernáculo] se extasía en la
contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los
afligidos: intus in contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis
urgetur ».
8. Hemos
encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más bien genérica, a las dos
preguntas formuladas antes: en el fondo, el « amor » es una única realidad, si
bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más.
Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se
produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También
hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o
contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el
hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al
mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta
sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la
imagen del hombre.
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