« Eros » y «
agapé », diferencia y unidad
3. Los antiguos
griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no
nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser
humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces
la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de
los tres términos griegos relativos al amor —eros, philia (amor
de amistad) y agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este
último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia),
a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para
expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros,
junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé,
denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en
su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha
desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad
ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según
Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual,
aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán
expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus
preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la
vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la
alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que
nos hace pregustar algo de lo divino?
4a. Pero, ¿es
realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?
Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras
culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura
divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación
de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace
experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre
cielo y tierra parecen de segunda importancia: « Omnia vincit amor »,
dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: « et
nos cedamus amori », rindámonos también nosotros al amor.[2] En el campo de
las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad,
entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se daba en muchos
templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión
con la divinidad.
4b. A esta forma
de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único
Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como
perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros
como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la
falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su
dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo
debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres
humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la «
locura divina »: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que
se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, «
éxtasis » hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así
evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al
hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en
cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo
nuestro ser.
5a. En estas
rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la
actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y
lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una
realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana.
Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no
consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una
purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar
el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera
grandeza.
5b. Esto depende
ante todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y
alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad
íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra
esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera
rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y
cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por
tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra
igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes
con el saludo: « ¡Oh Alma! ». Y Descartes replicó: « ¡Oh Carne! ». Pero ni la
carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura
unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se
funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente
de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera
grandeza.
5c. Hoy se
reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la
corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el
modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros,
degradado a puro « sexo », se convierte en mercancía, en simple « objeto » que
se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía.
En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el
contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la
parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una
parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a
su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos
encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en
el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad
de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente
exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La
fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en
cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente,
adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros
quiere remontarnos « en éxtasis » hacia lo divino, llevarnos más allá de
nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de
ascesis, renuncia, purificación y recuperación.
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