sábado, 31 de mayo de 2014

EL ENSUEÑO DEL PECADO ORIGINAL


EL ENSUEÑO DEL PECADO ORIGINAL

            A veces da la sensación de subsistir aún ampliamente, la instrucción que se nos dio a los más, sobre la transmisión universal del pecado original. Esa, que es usada como razonamiento de llegada, cuando sólo lo es de salida. Quiero decir que ella no prueba la existencia del pecado; sino que trata de explicar su transmisión, “tras haber supuesto que él se dio”.
            “Supuesto”, porque carece por completo de base. Lo desvelan los hallazgos de los científicos, de los arqueólogos de las culturas y de los especialistas bíblicos, incluso católicos. Los primeros ponen al descubierto la imposibilidad de que las cosas sucedieran tal cual literalmente las narra la Biblia. Los demás destapan el trasfondo legendario de los relatos del Génesis. Unos y otros fuerzan a tenerlos a éstos por narraciones alegóricas. En particular a los de sus once capítulos primeros.
            Serán pocos ―si es que aún queda alguno― los que todavía cometan la irracionabilidad de juzgar válidas las inferencias probadas de la ciencia, sólo cuando no afectan a la Biblia. Lo probado válido en sí, lo es para todo. Incluso para lo que se supone ser palabra de Dios. El ser real de las cosas, su realidad natural, es obvio que no puede estar en contradicción con ella. Salvo que las cosas no fueran tan de Dios, como su palabra.
            Es igual de irracional calificar de mitos, sólo cuando no tocan a la Biblia, las narraciones que relatan, sin garantía de prueba, episodios o experiencias insólitas, fantásticas, intimistas. ¿Se reconocerá algún día abiertamente que eso es lo que sucede con los primeros relatos del Génesis?
            A favor de su historicidad no hay más pruebas, si así se las puede llamar, que leyendas míticas prebíblicas, cuya antigüedad supera a la de la Biblia, como mínimo, en más de un milenio la más próxima. Su contenido, y hasta detalles, están recogidos en dichos relatos con palpable coincidencia. Tanto que se enhebran como hilos de su propio tejido.
            No me detendré a pormenorizarlo, por lo fácil que es hoy enterarse y cerciorarse de las cosas a través de internet. Muchas veces, por cierto, antes y más expeditivamente que por los documentos oficiales. Que la dinámica de ralentización parece haber sustituido a la ocultación de lo “discordante”, que de hecho tenía el “Índice de Libros Prohibidos”.
            La ralentización, dicho sea de paso, evita rectificaciones que, a bote pronto, resultarían estridentes hasta el riesgo de “cismas”. También da tiempo a encontrar la forma de presentar lo inicialmente rechazado, sin reconocer expresamente el error de haberlo rechazado; sino como benévola concesión “dadas las circunstancias” y “los signos de los tiempos”… Por ejemplo, la cremación de cadáveres, que fue merecedora por siglos de gravísimas sanciones, recogidas en los cc. 1203,2 y 1240,1.5° del antiguo ClC, en línea con «una larga tradición».
            Seguiré pues adelante, aunque en estas materias rechacen recurrir a internet, los afectados por el complejo de “gorrión poyuelo”, tan ampliamente padecido al parecer.
            Llamo tal al de creerse incapaz de volar por sí mismo y así buscarse el alimento solo, de suerte que uno se siente atenazado a quedarse “al abrigo del nido”, a esperar que sus “papás gorriones” se lo traigan “reblandecido” en sus buches, para regurgitárselo con fruición en el “pico”. A éstos los dejo de lado, aun a riesgo de recibir de alguno de ellos reprimenda, puede que hasta abroncada. O incluso insultante y procaz. Pues no falta entre ellos quien calumnie a “sus papás”, piando sin parar desde su nido “oculto”, que tiene acíbar y excremento el alimento que ellos les regurgitan en su “pico”.
            Tras esta digresión vuelvo al guión de esta nota.
            Aunque desde el principio se nos haya “adoctrinado” todo lo contrario, sin que hasta fecha reciente se nos hablara ni de fisuras; aunque ello se nos haya entregado por siglos, como dato incluido en la “Tradición”, y ésta haya sido indiscriminadamente definida fuente de la Revelación; aunque también lo haya sostenido el “magisterio institucional” y éste haya sido dogmáticamente afirmado infalible, no se puede sin embargo aceptar en modo alguno, ni siquiera en parte, la historicidad de la faz narrativa de dichos relatos.
            Lo impiden, como digo, sus crasas falsedades e inexactitudes varias, y su antiquísimo substrato literario, cuyas fantasías puede que a alguno hasta le recuerden las de “Las Mil y Una Noches”. Entiendo del todo imposible afirmar palabra de Dios lo evidenciado falso, y lo que se demuestra ser conglomerado casi, de reconocidos mitos antiquísimos, muy anteriores a la Biblia.
            Para aceptar esos relatos como expresión del mensaje salvador de Dios, según pide fundada y razonablemente nuestra fe, no hay otra posibilidad que la de tenerlos, en la integridad individual de cada uno, por alegorías catequéticas. Sólo es posible en razón de su contenido intencional. Éste habrá de ser escarbado y expuesto siempre con leal honestidad, aunque a veces pudiera faltar el tino. Sin afirmar historia lo que es mito. Sin pretender la amalgama de ambos espacios.
            La verdad de esos relatos queda entonces ceñida al mensaje que quieren divulgar. Parecido a lo que sucede con las parábolas. Sólo que de la casi totalidad de éstas consta expresamente tener sentido figurado y, de las más, cuál sea éste. Aquí, sin embargo, es necesario escrutarlo siempre.
            Los errores científicos que contienen, sus detalles pintorescos y el origen pagano y mitológico de su tejido literario, no pasan de simple vestimenta o adorno del mensaje divino. En cuanto incardinado en la mentalidad primitiva de su autor o autores materiales, y en sus técnicas de expresión literaria. Semejante a lo observable en la mayoría de las representaciones pictóricas de sucesos, personajes o misterios de fe. Es habitual que se expresen con pinceladas ajenas a ellos mismos o a su marco histórico. Son huella de la cultura en que se plasmaron. O de la inventiva peculiar de cada pintor, también condicionado por su época.
            Siendo así las cosas, la lógica más elemental obliga a tener a Adán y a Eva por personajes de una mera ficción literaria, como lo es toda alegoría. ¡Imposible entonces que sus actos repercutan y tengan efectos reales en las personas vivas! La alegoría, aunque sea vehículo de una enseñanza religiosa o de una verdad de fe, y aunque recoja parabólicamente la realidad, no es la realidad misma; ni influye mágicamente en ella; sino que sólo la retrata simbólicamente.
                 La condición alegórica del Adán bíblico es por ello, el motivo más radical para afirmar que todos somos concebidos en apertura inicial a la Vida y a la confiada amistad con Dios. De lo contrario, él no sería alegoría acertada ni símbolo veraz del hombre. Si éste naciera ya de entrada en estado de enemistad con Dios por exigencia hereditaria, o cualquier otro motivo, ni se podría entender cómo un acto alegórico puede tener secuelas en la realidad, ni sucedería en nosotros como la alegoría dice que sucedió en él.
            Ella lo presenta poseedor de la apertura a la amistad con el Creador, desde el instante inicial de su modelación, hasta el momento en que él mismo pecó. Es el significado metafórico de la escena del Creador yendo, a la hora de la brisa, a pasear por el jardín que le había dado por morada al hombre; sin que éste se viera «desnudo» ante Él hasta después de violar el precepto divino. Ni tampoco tratara de esconderse entre los árboles al oír sus pasos, por miedo a encontrarse así con Él”.
Dicha apertura, por tanto, ha de recibirla todo hombre al ser concebido, igual que recibe la condición humana y todo lo que ésta conlleva. Sin que por ello pierda su carácter de don gratuito del amor de Dios, como no lo pierde el propio existir.
            Éste, como es sabido, todos lo recibimos gratuitamente de Dios, aunque medien la procreación parental y un proceso evolutivo previo de millones de años. Todo hombre es creado por especial acción divina. La alegóricamente significada al afirmar a Adán, no sólo obra de la voluntad y palabra del Creador, como el resto de los seres; sino, además, de una intervención suya particularmente diseñada, deliberada y directa.
            Es lo expresado simbólicamente con el contexto propio y único en que se presenta la creación del hombre: lo de «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra»; lo de “moldearle directamente Él mismo del barro”; y lo de ser Él quien “insufla aliento de vida sólo al hombre”.
            Dado todo lo anterior, tendría que relegarse también al museo de la teología, la necesidad de bautizar a los niños que aún no han alcanzado el uso de la libertad necesaria para poder decantarse ellos mismos, de forma responsable, a favor del pecado o de su Padre del cielo. Éstos niños permanecen de seguro, hasta que ellos mismos pequen, en el estado inicial de amistad con el Creador, en que el hombre fue y es hecho.
            Los padres podrían sublimar el gozo profundo del nacimiento de un hijo, con la persuasión de tener en sus brazos una imagen viva y limpia del Creador. Imagen recién moldeada, y horneada al calor del inmenso cariño de Dios. Y del suyo propio, reflejo lejanísimo del divino.
            Podrían celebrarlo con la comunidad, con sus parientes y amigos creyentes, y… ―lo diré evocando la práctica de alguna zona de los Andes― “tomar gracia de él”, ¡de ése su hijito! Puede que fuera un gesto más fértil que santiguarse después de tocar las imágenes materiales de los santos, como hacen ellos; o después de tomar agua bendita, como en general solíamos hacer nosotros.
            Desde éste ángulo, por cierto, resuena con eco más dilatado el aviso de Jesús: “Fuerza es que vengan escándalos. Pero, ¡ay de aquél que indujere a pecado a uno de estos pequeñuelos que creen en mí! «Andaos vosotros con cuidado»”. (Mt 18,6 y Lc 17,1-2). Esos “vosotros”, no sobrará recalcarlo, eran sus propios discípulos. (José María Rivas Conde) 

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