EL ENSUEÑO DEL PECADO ORIGINAL
A veces da la sensación de subsistir
aún ampliamente, la instrucción que se nos dio a los más, sobre la transmisión
universal del pecado original. Esa, que es usada como razonamiento de llegada,
cuando sólo lo es de salida. Quiero decir que ella no prueba la existencia del
pecado; sino que trata de explicar su transmisión, “tras haber supuesto que él se
dio”.
“Supuesto”, porque carece por
completo de base. Lo desvelan los hallazgos de los científicos, de los
arqueólogos de las culturas y de los especialistas bíblicos, incluso católicos.
Los primeros ponen al descubierto la imposibilidad de que las cosas sucedieran
tal cual literalmente las narra la Biblia. Los demás destapan el trasfondo
legendario de los relatos del Génesis. Unos y otros fuerzan a tenerlos a éstos por
narraciones alegóricas. En particular a los de sus once capítulos primeros.
Serán pocos ―si es que aún queda
alguno― los que todavía cometan la irracionabilidad de juzgar válidas las
inferencias probadas de la ciencia, sólo cuando no afectan a la Biblia. Lo
probado válido en sí, lo es para todo. Incluso para lo que se supone ser
palabra de Dios. El ser real de las cosas, su realidad natural, es obvio que no
puede estar en contradicción con ella. Salvo que las cosas no fueran tan de
Dios, como su palabra.
Es igual de irracional calificar de
mitos, sólo cuando no tocan a la Biblia, las narraciones que relatan, sin
garantía de prueba, episodios o experiencias insólitas, fantásticas,
intimistas. ¿Se reconocerá algún día abiertamente que eso es lo que sucede con
los primeros relatos del Génesis?
A favor de su historicidad no hay
más pruebas, si así se las puede llamar, que leyendas míticas prebíblicas, cuya
antigüedad supera a la de la Biblia, como mínimo, en más de un milenio la más
próxima. Su contenido, y hasta detalles, están recogidos en dichos relatos con
palpable coincidencia. Tanto que se enhebran como hilos de su propio tejido.
No me detendré a pormenorizarlo, por
lo fácil que es hoy enterarse y cerciorarse de las cosas a través de internet.
Muchas veces, por cierto, antes y más expeditivamente que por los documentos
oficiales. Que la dinámica de ralentización parece haber sustituido a la
ocultación de lo “discordante”, que de hecho tenía el “Índice de Libros
Prohibidos”.
La ralentización, dicho sea de paso,
evita rectificaciones que, a bote pronto, resultarían estridentes hasta el
riesgo de “cismas”. También da tiempo a encontrar la forma de presentar lo
inicialmente rechazado, sin reconocer expresamente el error de haberlo
rechazado; sino como benévola concesión “dadas las circunstancias” y “los
signos de los tiempos”… Por ejemplo, la cremación de cadáveres, que fue
merecedora por siglos de gravísimas sanciones, recogidas en los cc. 1203,2 y
1240,1.5° del antiguo ClC, en línea con «una larga tradición».
Seguiré pues adelante, aunque en
estas materias rechacen recurrir a internet, los afectados por el complejo de
“gorrión poyuelo”, tan ampliamente padecido al parecer.
Llamo tal al de creerse incapaz de
volar por sí mismo y así buscarse el alimento solo, de suerte que uno se siente
atenazado a quedarse “al abrigo del nido”, a esperar que sus “papás gorriones”
se lo traigan “reblandecido” en sus buches, para regurgitárselo con fruición en
el “pico”. A éstos los dejo de lado, aun a riesgo de recibir de alguno de ellos
reprimenda, puede que hasta abroncada. O incluso insultante y procaz. Pues no
falta entre ellos quien calumnie a “sus papás”, piando sin parar desde su nido
“oculto”, que tiene acíbar y excremento el alimento que ellos les regurgitan en
su “pico”.
Tras esta digresión vuelvo al guión
de esta nota.
Aunque desde el principio se nos
haya “adoctrinado” todo lo contrario, sin que hasta fecha reciente se nos
hablara ni de fisuras; aunque ello se nos haya entregado por siglos, como dato
incluido en la “Tradición”, y ésta haya sido indiscriminadamente definida
fuente de la Revelación; aunque también lo haya sostenido el “magisterio
institucional” y éste haya sido dogmáticamente afirmado infalible, no se puede
sin embargo aceptar en modo alguno, ni siquiera en parte, la historicidad de la
faz narrativa de dichos relatos.
Lo impiden, como digo, sus crasas
falsedades e inexactitudes varias, y su antiquísimo substrato literario, cuyas
fantasías puede que a alguno hasta le recuerden las de “Las Mil y Una Noches”.
Entiendo del todo imposible afirmar palabra de Dios lo evidenciado falso, y lo
que se demuestra ser conglomerado casi, de reconocidos mitos antiquísimos, muy
anteriores a la Biblia.
Para aceptar esos relatos como
expresión del mensaje salvador de Dios, según pide fundada y razonablemente
nuestra fe, no hay otra posibilidad que la de tenerlos, en la integridad
individual de cada uno, por alegorías catequéticas. Sólo es posible en razón de
su contenido intencional. Éste habrá de ser escarbado y expuesto siempre con
leal honestidad, aunque a veces pudiera faltar el tino. Sin afirmar historia lo
que es mito. Sin pretender la amalgama de ambos espacios.
La verdad de esos relatos queda
entonces ceñida al mensaje que quieren divulgar. Parecido a lo que sucede con
las parábolas. Sólo que de la casi totalidad de éstas consta expresamente tener
sentido figurado y, de las más, cuál sea éste. Aquí, sin embargo, es necesario
escrutarlo siempre.
Los errores científicos que
contienen, sus detalles pintorescos y el origen pagano y mitológico de su
tejido literario, no pasan de simple vestimenta o adorno del mensaje divino. En
cuanto incardinado en la mentalidad primitiva de su autor o autores materiales,
y en sus técnicas de expresión literaria. Semejante a lo observable en la
mayoría de las representaciones pictóricas de sucesos, personajes o misterios
de fe. Es habitual que se expresen con pinceladas ajenas a ellos mismos o a su
marco histórico. Son huella de la cultura en que se plasmaron. O de la
inventiva peculiar de cada pintor, también condicionado por su época.
Siendo así las cosas, la lógica más
elemental obliga a tener a Adán y a Eva por personajes de una mera ficción
literaria, como lo es toda alegoría. ¡Imposible entonces que sus actos repercutan
y tengan efectos reales en las personas vivas! La alegoría, aunque sea
vehículo de una enseñanza religiosa o de una verdad de fe, y aunque recoja
parabólicamente la realidad, no es la realidad misma; ni influye mágicamente en
ella; sino que sólo la retrata simbólicamente.
La
condición alegórica del Adán bíblico es por ello, el motivo más radical para
afirmar que todos somos concebidos en apertura inicial a la Vida y a la confiada
amistad con Dios. De lo contrario, él no sería alegoría acertada ni
símbolo veraz del hombre. Si éste naciera ya de entrada en estado de enemistad
con Dios por exigencia hereditaria, o cualquier otro motivo, ni se podría
entender cómo un acto alegórico puede tener secuelas en la realidad, ni
sucedería en nosotros como la alegoría dice que sucedió en él.
Ella lo presenta poseedor de la apertura a
la amistad con el Creador, desde el instante inicial de su modelación, hasta el
momento en que él mismo pecó. Es el significado metafórico de la escena
del Creador yendo, a la hora de la brisa, a pasear por el jardín que le había
dado por morada al hombre; sin que éste se viera «desnudo» ante Él hasta
después de violar el precepto divino. Ni tampoco tratara de esconderse entre
los árboles al oír sus pasos, por miedo a encontrarse así con Él”.
Dicha apertura, por tanto, ha de recibirla todo hombre al ser concebido,
igual que recibe la condición humana y todo lo que ésta conlleva. Sin que por
ello pierda su carácter de don gratuito del amor de Dios, como no lo pierde el
propio existir.
Éste, como es sabido, todos lo
recibimos gratuitamente de Dios, aunque medien la procreación parental y un
proceso evolutivo previo de millones de años. Todo hombre es creado por
especial acción divina. La alegóricamente significada al afirmar a Adán, no
sólo obra de la voluntad y palabra del Creador, como el resto de los seres;
sino, además, de una intervención suya particularmente diseñada, deliberada y
directa.
Es lo expresado simbólicamente con
el contexto propio y único en que se presenta la creación del hombre: lo de
«Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra»; lo de
“moldearle directamente Él mismo del barro”; y lo de ser Él quien “insufla aliento
de vida sólo al hombre”.
Dado todo lo anterior, tendría que
relegarse también al museo de la teología, la necesidad de bautizar a los niños
que aún no han alcanzado el uso de la libertad necesaria para poder decantarse
ellos mismos, de forma responsable, a favor del pecado o de su Padre del cielo.
Éstos
niños permanecen de seguro, hasta que ellos mismos pequen, en el estado inicial
de amistad con el Creador, en que el hombre fue y es hecho.
Los padres podrían sublimar el gozo profundo
del nacimiento de un hijo, con la persuasión de tener en sus brazos una imagen
viva y limpia del Creador. Imagen recién moldeada, y horneada al calor del
inmenso cariño de Dios. Y del suyo propio, reflejo lejanísimo del divino.
Podrían celebrarlo con la comunidad,
con sus parientes y amigos creyentes, y… ―lo diré evocando la práctica de
alguna zona de los Andes― “tomar gracia de él”, ¡de ése su hijito! Puede que
fuera un gesto más fértil que santiguarse después de tocar las imágenes
materiales de los santos, como hacen ellos; o después de tomar agua bendita,
como en general solíamos hacer nosotros.
Desde éste ángulo, por cierto,
resuena con eco más dilatado el aviso de Jesús: “Fuerza es que vengan escándalos.
Pero, ¡ay de aquél que indujere a pecado a uno de estos pequeñuelos que creen
en mí! «Andaos vosotros con cuidado»”. (Mt 18,6 y Lc 17,1-2). Esos “vosotros”,
no sobrará recalcarlo, eran sus propios discípulos. (José María Rivas Conde)
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